martes, 18 de enero de 2011

Bebían juntos.

Sus ojos, de un azul turquesa que hasta las playas paradisíacas del pacífico envidiaban, miraban fijamente aquel pobre despojo de la humanidad mientras sus pelos, hilos de oro danzando con el aire, embadurnaban de un suave  y dulce perfume todo aquel lúgubre y sucio local.

Ella, callada y tímida, levanto su mano izquierda llamando la atención del camarero.

Él, con sus ojos de fondo amarillento debido al alcohol y el rostro destrozado como un satélite atacado por una tormenta de meteoritos, se fijo. Ella no pintaba nada allí, en cambio él sí. Era su refugio de la mierda de realidad que vivía. Su santuario sagrado al que acudía religiosamente cada tarde, entre las ocho y las nueve de la noche, dónde se transportaba al mundo del olvido y que, entre trago y trago, se dedicaba a observar y apuntar en su maltrecha libreta cada cliente nuevo que acudía. Era lo más próximo a la sociedad que se encontraba. No tenía amigos, no tenía familia y su única arma contra la soledad era beber. Bebía, bebía mucho. No había día que no se percutiera entre pecho y espalda una botella de cualquier licor. Había llegado un momento que nada le importaba, solo beber. Trabajaba para beber, bebía para olvidar y olvidaba para no pensar. Pensar era malo y había que evitarlo.

El camarero se aproximo a ella atónito que tal belleza más digna de un bar chic (aquellos decorados con cristales opacos, suelos de gres y cañas de bambú) que de su tugurio; un sitio sucio por definición que los vasos se lavaban con un chorro de agua, la barra con la simple pasada de un paño más propio de un centro de estudio del moho que para el uso de la limpieza y que los retretes…los retretes solo se usaban para orinar y vomitar. Orinar se orinaba en todo el habitáculo dedicado a su uso, vomitar solo en la pica.

Ella le pido un café solo y un whisky doble con hielo.

-El café para despertar, el whisky para ¿olvidar?- preguntó el camarero.

-El whisky para beber, el café para disimular- respondió ella con una tenue y cálida voz.

Él, sentado por sincronicidad a su lado giró su cuello lentamente dispuesto a hablar. Le miró fijamente a la cara y le dijo:

-Si empiezas, acepta el fin.

-ç¡Que fin existe si ya estás muerta?- le respondí sin, ni si quiera,levantar la mirada de su vaso con lágrimas de alcohol y restos de hielo.

Él, acojonado ante tal brutal respuesta decidió invitarla a otro trago, ella aceptó.

Se pasaron horas y horas bebiendo y charlando. Que si los problemas de uno, que si las tristezas del otro. Que si una lágrima recorriendo la mejilla de ella, que si un carcajada de risa de él.

Pasó de algo anecdótico a una rutina. Cada día se veían y compartían sus asquerosas vidas mientras destrozaban el futuro con su presente. Nadie entendía sus vidas, a ellos no les importaba.

Hoy haría veinte años que se casaron pero en cambio hace veinte años que murieron.Murieron bebiendo.

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